7 dic 2013

Nelson Mandela




6 dic 2013

Un Ballo in Maschera - Teatro Colón Buenos Aires Diciembre 2013

Subió a escena la última opera de la temporada del Colón con Un Ballo in Maschera la estupenda creación del maestro Verdi en la versión en Coproducción de la Sydney Opera House, Australia; Teatro Real de La Monnaie de Bruselas, Ópera de Oslo y Teatro Colón de Buenos Aires; dirección escénica de Alex Ollé (La Fura dels Baus) y la dirección musical del maestro Ira Levin.

Ponerle todos los créditos a la escenografía y olvidar lo demás  tiene gusto a poco. 




Lo que se ve esta muy bueno, no se si es CREATIVO, pero esta bueno. En algunos aspectos sobre todo esa cosa ejecutiva de los personajes, traje y corbata, carpetas papeles, movimientos, me rememoro la puesta de un Roberto Devereux, en el Nationaltheater de Munich en el 2005 en donde Edita Gruberová aparece como Margaret Thatcher...




Pero bueno... gustos personales aparte, nunca hay que olvidar que la opera es un espectáculo escénico dramático musical y aquí estamos.



Y ese espectáculo es para toda una sala, es decir una sala completa con platea, palcos, pisos superiores y altos.
Si se observan las fotos, cabe la certeza que la escena fue pensada nada más que para la platea y palco. imaginemos qué es lo que se ve desde Tertulia hacia arriba (tres niveles más en el Teatro Colón)

Es verdad que esto es VERDI, y va ser VERDI  por más FURA de quien sea...
VERDI NO ES MODERNO ES VERDI Y PUNTO. Y LA OBRA ES DE VERDI Y PUNTO.






La escena del baile deja que desear. Y el final apartandose de la marcación "(Riccardo cade e spira)" en donde solamente muere Ricardo, para esta puesta en la última escena la FURIA cae sobre todos y cada uno... FURIA... maligna hacia Giuseppe Verdi ?... en fín.

Comencé el jueves  5 esta gira por cada representación del Ballo in Maschera en el Colón y sí hay que decirlo el jueves  a más de un cantante le faltó spaghetti,  y bueno el resultado por ahí no es lo que amerita Verdi; 
Los roles principales de ese jueves de segundo elenco me parecieron pobres, se destacaron en algunos pasajes Iano Tamar como Amelia y Alejandra Malvino como Ulrica; excelente el desempeño de Marisú Pavón como Oscar; el resto se quedaron a mitad de camino.
  
Pero como dice Borges, y es el subtitulo de este blog, ...""pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana..." y el sábado 7 todo cambio. TODO.

Elogiosos desempeños, cantos con energía, color, rico en  matices y muy expresivos ofreció este segundo elenco que empezó un jueves dudoso y culminó un sábado con un espléndido espectaculo.


Todos merecen hoy nombrarse: Marcelo Puente como Gustavo III, Douglas Hahn como el Conde, Iano Tamar como Amelia; Marisú Pavón como Oscar; Elisabetta Fiorillo como Ulrica del elenco principal y supongo reemplazando a Malvino y todos Emiliano Bulacios, Lucas Debevec, Fernando Grassi, Monzani y Sanchez. Gran noche la del Sábado 7 para el segundo elenco que demostró que con seguridad y un poco más de coraje se puede llegar un rendimiento superlativo.



El viernes 6 fue la función con el primer elenco: Impecable.
Giuseppe Gipalei como Gustavo III; Fabián Veloz Con Anckarstrom; Virginia Tola Ameiia; Sussana Andersson como Oscar; Elisabetta Fiorillo como Ulrica y todo el elenco se lucieron.

Fabián Veloz demostró un elogioso desempeño vocal y escenico, haciendo lo  propio Giuseppe Gipali.

Virginia Tola emocionó con "Morró ma prima in grazia" 

Elisabetta Fiorillo dejo una impronta siniestra en su Ulrica trabajada con estoicismo, me gustó mucho.

Desenfado, frescura y juventud en la voz de Sussana Andersson como Oscar, arrancó grandes Bravos! en el saludo final junto con Fabian Veloz

Loable la batuta del maestro Ira Levin que puede uno buscar o no detalles y matices verdianos; mayor o menor sonoridad, en fín..., pero que impuso el sello, lo impuso y el desempeño MARAVILLOSO DEL CORO registra la firma del maestro Miguel Martínes, BRAVO! ESTUPENDOS.

Y de golpe uno siente que se alinean los planetas más allá de los detalles con los que se puede estar o no de acuerdo y aparece la fibra del maestro Verdi y la emoción, que por lo menos para mí, es lo importante en una noche de opera.


El espectáculo esta bueno, se disfruta, esta bueno poder ir al teatro como siempre y tener ganas de gritar VIVA VERDI!

Ficha técnica:


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11 nov 2013

Torso de Ricardo Gûiraldes, carbonilla (1916), Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco, Provincia de Buenos Aires, Argentina

Esta entrada será muy breve.

A fines de los años 80 visité el Museo Gauchesco Ricardo Gúiraldes y me llamó la atención una carbonilla del torso del novelista y poeta argentino argentino Ricardo Güiraldes (Buenos Aires, 13 de febrero de 1886 - París, 8 de octubre de 1927) . 

Tanto me gustó  que en aquel momento conversé con una autoridad del museo para ver si se me permitía tomar una fotocopia de la obra y creo, si mal no recuerdo, que no hubo ningún inconveniente, pero por esas cosas el tema quedó ahí y la fotocopia nunca se hizo. Es más, recuerdo ahora escribiendo estas líneas que hasta llamé por teléfono al museo desde aquí de Buenos Aires para tramitar el tema de la copia. En esa época no teníamos Internet, celulares, ni cámaras digitales. Pero no me hice de mi copia, esa que tanto me había impactado. 

El tiempo pasó.

Casi veinticinco años.

Al museo nunca más volví.


Este fin de semana alguien muy cercano me dijo que pasaría unos días en San Antonio de Areco y mágicamente lo único que se me ocurrió fue decir "saca una foto del Torso  de Ricardo Gûiraldes, que está en la Sala Adelina del Carril".


Y acá están mis fotos.


Si uno busca en Internet no hay antecedentes de esta carbonilla. Apenas una referencia y una copia mínima que no denota la potencia de la imagen.


Algún día escribiré el por qué del impacto que tuvo en mi  y la reflexión que me generó la impronta de mi primera y única  vez frente al cuadro, y las posteriores que siguieron a mi lectura de Don Segundo Sombra, sus otras obras, sus poemas, sus frases y su breve vida, convirtiéndolo en unos de mis autores favoritos, al igual que Borges, a los que vuelvo una y otra vez, para identificarme, para saber qué siento y para saber quién soy.

Por hoy entonces un silencioso y honroso recuerdo y subir a internet las imágenes que sí ahora ademas de tenerlas, las puedo compartir.

La carbonilla es obra de Anglada Camarassa pintor español (1871-1959) , esta datada en 1916 y nominada como Torso  de Ricardo Gûiraldes.




No sería justo terminar esta entrada sin la escritura de Güiraldes, aquí van sus líneas que atesoro permanentemente:

".... Yo había vivido como en un eterna mañana, que lleva la voluntad de llegar a su mediodía, y entonces, en aquel momento, como la tarde, me dejaba ir hacia adentro de mí mismo, serenándome en la revisión de lo que fue.

Como un arroyo que se encuentra con un remanso, daba vueltas y me sentía profundo, lleno de pesada quietud.
Me cansé de hablar y de removerme el alma. Callé un rato largo.
Mi compañero se había dormido. Mejor. Ahí estaba la noche, de quien me sentía imagen.
Morirme un rato...
Hasta que la raya de luz de la aurora, viniera a tajearme a lo largo de los párpados....

...Inútil, algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de pequeñas vibraciones se extendió sobre la llanura. No sé que extraña sugestión me proponía la presencia ilimitada de un alma.
"Sombra", me repetí. Después pensé casi violentamente en mi padre adoptivo.  ¿Rezar? ¿Dejar sencillamente fluir mi tristeza?
No sé cuántas cosas se amontonaron en mi soledad. pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa.
Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas.
Me fui, como quien se desangra.

La Porteña, marzo de 1926" Fragmentos de Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes.

Nostalgia

Tengo necesidad de vida fuerte como de un golpe.
Tengo ansia de sol y de llanura
Mi aburrimiento pide el brutal contacto de un latigazo solar.

No puedo ya arrastrar mis nervios
contra la dura faz del caserío,
que la ciudad repite por costumbre
con secular fastidio.

Quiero sudar como la bestia fuerte
la dura consecuencia del cansancio.
Ver el camino que hacia atrás empuja
el andar compasado de una fuga...

Y caer sobre el mundo que se duerme
harto de luz y desvestido de alma.

Ricardo Güiraldes, París, 1920







28 sept 2013

Cine argentino: Wakolda -Interesante propuesta con aspiraciones al Oscar - Septiembre 2013

 Casi después de un año sin ir al cine, hoy volví.
La última vez fue el año pasado en México.
Pero bueno el tema es que hoy escuchando algunas cosas interesantes de un estreno argentino me mande al cine.
No tenía idea de qué iba esta película hasta 15 minutos antes de verla. El tema me tiro de las patas.

No suelo ir al cine frecuentemente, disfruto de las peliculas en privado, pero a veces, hay que decirlo, el diablo mete la cola y esta fue una de esas.

“Wakolda” unestreno de la directora y en este caso también guionista Lucia Puenzo.

Wakolda es el nombre de una muñeca. La muñeca es de una nena de 12 años, hermosa. Ambas junto con su familia viven en el sur de la Argentina por allá por los años ’60 donde dicen que  era un caldo de cultivo para refugiados nazis.

Entonces...  hay un ex médico nazi que se entrecruza con la pequeña dueña de Wakolda. Hermosa, inquieta, curiosa pero mucho más pequeña que todos esos calificativos juntos y con ganas de crecer, de ser más esbelta.

Está la familia con una madre embarazada y un viril y estoico padre, hermanos y  claro también está  Wakolda.
Y está también el gran sur argentino, con sus montañas, arboles, caminos, nubes y  cielos eternos.


Y con todo eso Puenzo arma su película, que según leí fue primero una novela y luego la transforma en guion cinematográfico.

El super gancho es tener un nazi ahí dando vuelta  alrededor de esta familia que tiene como destino varios objetivos.
El idioma aleman es protagonista también de esta pelicula. 
Y si hay familia, hijos, idioma extranjero, tampoco puede faltar la escuela.

Y en la escuela todos, todos tienen algo para decir, desde la supremacía de la raza aria, hasta el personaje de la fotógrafa que está en la escuela y parece saber quién es quien en la historia, tal vez por la magia de la cámara fotográfica.

Y el nazi.

Y  Wakolda con la esperanza de vivir, de renacer.


Esta es una película en dónde todo y todos parecen ser personajes centrales, pero nadie tiene la punta del ovillo. Es una historia cuyo peso no recae sobre ningún personaje específico.

Y una frase de Eva, la madre de familia signa a mi entender todo el argumento y trama central: "No me importa quién sea"
Y se vuelve interesante, por lo menos hasta el desenlace.

La película me gustó porque está bien hecha.

Tiene inmejorable sonido y eso es un placer, todo se escucha perfecto.

Tiene una fotografía que dibuja momentos.

La edición es elogiosa.

Y las actuaciones están a punto.

Hay parlamentos completos en alemán subtitulados en español.

Hay una música que acompaña los eventos. Puede gustar o no pero está, es parte y justifica cada motivo.

Hay película? Hay película! 

Por eso supongo fue seleccionada para ir a la preselección de los Oscar en el gran país del norte.


Florencia Bado es la hermosa niña de 12 años que quiere crecer… Quién no ha querido crecer a esa edad, y si encuentra “alguien” que promete eso, cómo… cómo no creer… verdad? Me encantó su libertad de acción su comunicación con una cámara inquieta.





Álex Brendemühl, actor oriundo de Barcelona es el Nazi, que tiene el secreto, entre muchos otros,  de hacer “crecer” a Lilith la pequeña de 12 años con sus experimentos siniestros. Un personaje con mucha más mascara que alma de doctor diabólico.







Natalia Oreiro es Eva la mamá de Lilith, embarazada en medio de la cordillera hostil en pleno invierno lleva adelante varios proyectos. Ver "crecer" a su hija y levantar nuevamente una posada hotel llena de recuerdos. Es mujer, es madre, es emprendedora, y es esposa. Me gustó mucho. Un rostro que con una paz infinita compone un personaje redondo, diálogos que saltan del alemán al español sin solución de continuidad muy  muy bien cuidados. Un gran trabajo. Su rostro limpio y espontáneo con lagrimas al parecer verdaderas que sí emocionan y una singular actuación con la mirada, para tener en cuenta.


Diego Peretti es Enzo el marido de Eva. Pero es Diego Peretti, haga lo que haga, impecable pero por ahí habría que darle un poco de soga, mágia, libertad, despeinarlo, no sé darle alas para que construya más Enzos desconocidos que conocidos Perettis.




 



Y finalmente llegamos a una composición que sí encontré completa, redonda, laburada, estudiada en todo sentido,  desde todo punto de vista y de una belleza incomparable, Elena Roger es Nora Edloc, me encantó. Su rostro, sus ojos, sus miradas, su composición ajustada a ese rol tan vigoroso y tan esquivo a la vez que le impone el ser doble agente.




Lucía Puenzo escribe el guión y dirige esta valiosa película con buenas actuaciones.

Pasea su cámara a gusto y discrecionalmente de la manera y por dónde parece sentirse más cómoda.
Aunque esas vistas largas de los paisajes del sur, de los caminos de tierra eternos, humedales y nieves; esas entradas y salidas de autos de época, las aperturas de tranqueras, los pasos que ascienden por la escalera de la posada; el pasillo rojo que lleva a la habitación del secreto, del miedo, de la unánime verdad  y el cielo…. El cielo… tal vez, según yo lo veo que no sé nada de cine solamente estoy narrando lo que vi, todas esas escenas complementan aquello que el guión no dice pero que hubiera sido estupendo que diga.

Y creo que lo que no se dice está en la falta de referencia histórica. Es lo que está ausente y que hubiera sido genial tenerlo precisamente porque de esa parte nadie habla... Por eso digo que la frase "No me importa quien sea" es perfecta, fundacional.

Y frente a esa omisión los personajes tan bien ensamblados  se quedan a mitad de camino, eso! Eso!  que los personajes y las escenas centrales y el nudo y desenlace de la película no se quedara solamente en la vista de la inmensidad de nuestro sur, y su historia negra jamás narrada;  que tal vez con un poco más de vuelta de rosca hubieran encontrado TODOS su justa medida para llegar al final y sentir que no ha faltado nada, nada, nada.

Porque la sensación al final, más allá de la ensordecedora banda musical, innecesaria a mi juicio, es de insatisfacción, de haber probado y solamente probado en un gran plato de cerámica de Limoges un bocadito apenas de una exquisitez que no alcanzó a retener un vigoroso sabor en boca, largo, tan largo como esta historia que por ser tan interesante uno se ha ido de la sala con ganas de ver más historia, conocer por lo menos que fué de aquella muñeca llamada “Wakolda” que Lilith liberó para poder cumplir un sueño que nunca pudo ser.

Buena película, pero con una intención que quedó a mitad de camino.

Datos y Ficha técnica en http://www.imdb.com/title/tt1847746/

14 abr 2013

Dos palabras


Cruzamos dos palabras hace poco. No me han dejado tranquilo durante estos días.
Volví sobre cosas que ya tenía escritas, como hago siempre, como es habitual.
"En trece años estoy en paz". Me quedé pensando, sobre todo en el "estoy en paz" y ahí volví sobre lo ya escrito:


Durante una época, los calendarios solamente fijaban viernes intensos, el mundo se representaba lejano denotándose así, ajeno y bello.
El relato del mundo provenía de tus propias huellas, y si bien lo disfrutaba,
aún así, continuaba para mi lejano. Cuando los calendarios volaron como los adioses de Onetti, el tiempo cambio y retomó  su ritmo.
Se esfumaron los viernes. Ninguno jamás volvió a ser intenso.
El mundo se acercó mostrandose así tal cuál es ahora, cercano. 
Las huellas aquellas, los relatos, generaron una promesa de ir tras de ellas. Imposible borrar la historia,  precisamente porque es historia.
Pero los calendarios tienen  su magia como fábrica de tiempo, como relojes. Tal como escribe Borges
 "Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos.  
Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. 
Llovió, con lentitud poderosa. Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.
No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos.
 …Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, cada uno de tus rasgos".

A lo mejor este sería el prologo de todo el cuento, no sé, pero por ahora sería lo que más se acerca a la perfección:

"...pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. "

El inmortal - Un cuento de Jorge Luis Borges


El inmortal


Solomon saith: There is no new thing upon the
earth. So that as Plato had an imagination,
that all knowledge was but remembrance; so
Solomon given his sentence, that all novelty is
but oblivion.
FRANCIS BACON, Essays, LVIII



En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715- 1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudadesrebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la  secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la  ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres.
Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad.
Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto.
Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte.
Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol,
por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura;  no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana.
Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre  los racimos. En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de
cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la  tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos.
Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes.
Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre.
Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se
corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino.
El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas   aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de   Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen,
en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea (1). Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre.
Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
... He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico. 
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una reprobación que era casi un remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me  suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: "En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos (2).


Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.



Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours  (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de "la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió
Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.
A Cecilia Ingenieros


(1) Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.
(2) Ernesto Sábato sugiere que el "Giambattista" que discutió la formación de la Ilíada  con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.